Año 9


Volando voy, Volando vengo

Ignacio Molins


Bucarest, Toulouse, Marbella, Madrid, Boston, Santiago de Chile, Zaragoza, Los Ángeles, Dallas, Ferrol, San Francisco, Washington DC, Miami, Girona, San Diego, Nueva Orleans, Valencia, Atlanta, Bilbao, Richmond, Palma de Mallorca, Las Vegas, Houston… más de 100 horas de avión y más de 7.200 km de carretera a la espalda. Viajes, todos ellos, que he realizado completamente solo. Bueno… ¡Disculpadme! Yo nunca viajo solo: mi silla de ruedas me acompaña a todos lados. 

 

“No podrás caminar” dijeron, pero nunca nadie dijo nada acerca de volar, y vaya si lo he hecho. Ha sido el año de romper barreras, de afrontar miedos y de superar adversidades. Este año ha supuesto un punto de inflexión, así lo creo. Se trata del ‘sprint’ final para llegar a la década, de la guinda en el pastel a diez años con discapacidad. Ha sido el año de comprobar mis límites, y de sobrepasarlos. Un año lleno de emociones y de sentimientos. 

 

Pero antes de comenzar mis viajes, antes de la completa locura que ha supuesto estos últimos meses. Mi año comienza con la cruda comprobación a nivel emocional que el famoso dicho que canta “primer amor, primer dolor” efectivamente existe. Un noviazgo de varios años, relativamente largo para mi edad, llega a su fin. Con ella también se van todos aquellos anhelos y proyectos de un futuro juntos. La realización de dos jóvenes que creían conocerse y amarse pero que comprobaron, presos de su propia inmadurez, que solo estaban visualizando un espejismo fruto del enamoramiento. La ruptura fue muy sana, fue racional, fue madura, y fue con amor, paradójicamente. La relación de noviazgo destacó por el cariño y respeto mutuos, y seguramente el acto más noble por parte de ambos, en el que volvimos a demostrarnos ese respeto y cariño que había destacado siempre, fue en el momento de tomar la decisión, mutuamente, de dejarnos ir. De no exigirnos cosas que sabíamos no iban a hacer feliz al otro. De no alargar la agonía de una relación que nunca iba a poder ser de amor pleno. Para el recuerdo quedan los momentos vividos, todo lo aprendido, todo lo reído, y también lo llorado. Todo lo sentido. Miles de planes de unos años muy felices de mi vida. Ella me hizo sentir vivo y muy feliz, y por ello siempre le estaré agradecido.

 

Tras unos meses muy duros, unos meses de completa desesperanza, el tenis fue mi salvavidas. Si me has seguido de cerca sabrás que ya hace algunos años que juego a tenis en silla de ruedas. Era, hasta este momento, seguramente un hobby: un “extraescolar”. Después de la ruptura decidí implicarme de lleno, mantenerme ocupado y dejar poca cabida a que la cabeza pudiera divagar en el baúl de los recuerdos. Empecé a entrenar todos los días, dos horas todas las mañanas. Empecé a tomarme en serio lo del gimnasio. Y comencé a competir. 

 

Os preguntareis si mientras tanto a nivel académico seguía con la carrera… Efectivamente, seguí con la carrera normalmente, con resultados notables, atendiendo a las clases de manera online debido a la crisis sanitaria, algo que, preocupantemente, nos parecía ya a todos normal. 

 

Los fines de semana en los que había torneo me recorría la península, acudiendo a todos los torneos nacionales. Cogía mi coche, cargaba mi silla de tenis y desparecía unos cuantos días. Sorprendentemente, los resultados iban llegando y me coloqué a los pocos meses número 15 del ranking nacional (de un total de 45 jugadores). En estos viajes he tenido la ocasión de conocer e incorporarme a la ‘Familia del Tenis Silla’ en España. Muchos jugadores, cada uno con su historia de superación, y que todos tienen en común que son grandes personas. Te das cuenta de lo vital que es el deporte para una persona que sufre una discapacidad. ¡Qué bien lo pasamos! ¡Con qué deportividad y empatía competimos! ¡Cuánto me han enseñado cada uno de los deportistas con los que he competido!

 

Y entre torneo y torneo, entre viaje y viaje, la conocí a ella. Una luz de esperanza y una bocanada de aire fresco. Volvía a sentir oxígeno en mis pulmones. Esplendorosa, con una belleza suave y fina, una dulzura femenina encandiladora y un desparpajo arrollador, propio de la cultura latinoamericana. Una chica rubia de ojos verdes (“de ciencia ficción” diría Amaral) de origen chileno, que tardó aproximadamente 5 segundos en robarme el corazón. El resto es una historia de amor imposible que comienza conmigo viajando hasta Santiago de Chile y que dejaré para otro cuento.

 

En este escenario decidí cometer otra locura, quizás la mayor. Con el tenis como prioridad número uno; la universidad con el modo piloto automático puesto; y el corazón ocupado, viviendo un cuento de hadas propio más de Disney que de la realidad; decidí optar a un intercambio universitario. Una estancia de 4 meses en los Estados Unidos en la que cursaría el último trimestre de la carrera. Por supuesto, viajaría yo solo.

 

Solo; en el extranjero; por un periodo largo; y estudiando. Sin duda esta combinación de factores provocaba lo que los americanos llamarían un “trigger” psicológico para mí. Los miedos afloraron inmediatamente tras mi decisión. ¿Y si volvía a pasar? ¿Estaba desafiando a mi destino? ¿Qué necesidad había de sufrir? ¿Cómo voy a apañármelas solo? Había tantos condicionantes que yo no controlaba. Tantas cosas que podían salir mal a lo largo de mi estancia, tantos incidentes probables que me parecían a priori fatalidades, imposibles de solucionar si llegaban a darse. Pese a ello, pese al desaliento de algunos de mis más cercanos, pese a las dificultades que se avecinaban, pese a los miedos, pese al riesgo de invocar viejos fantasmas. Fui de cara y volé. Con mi silla de tenis, mi silla de calle y dos maletas me presenté un 15 de agosto en Arlington, una pequeña ciudad universitaria del estado de Texas, en el centro de la conurbación formada por las grandes Dallas y Fort Worth.

 

La estancia de Intercambio fue toda una experiencia. La diferencia cultural con los americanos, y la mezcla de comunidades culturales que conviven en la universidad, hacen del viaje una lección de apertura mental y esfuerzo por entablar nuevas relaciones. Pude comprobar la diferencia en el método de enseñanza de la universidad americana, que obliga a participar mucho en clase y que respeta y valora cualquier intervención realizada por los estudiantes. Creo que eso es lo que más me sorprendió, el respeto entre compañeros. Una cultura, la americana, que valora más el intento que el acierto. Tienen interiorizado que el camino al éxito es un camino lleno de fracasos y por lo tanto valoran muy positivamente a aquel que lo intenta y fracasa. A diferencia de la cultura europea, y en especial la española, que se cebaría y se burlaría del fracaso. 

 

Aproveché al máximo mi estancia en los EEUU para viajar por un continente al que seguramente me sería difícil volver con asiduidad en el futuro. Así que me recorrí bastantes ciudades de ambas costas. Visité Boston, DC y Miami de la Costa Este. Y San Francisco, Los Ángeles y San Diego de la Costa Oeste. También pude visitar Nueva Orleans, Atlanta, Houston o Las Vegas. Y como no podía ser de otra manera, me fui de competición de tenis, en el estado de Alabama. En balance general, una experiencia impresionante que cierra la década con discapacidad por todo lo alto, con la sensación de que puedo con todo, que me lo he demostrado y que mi juventud adolescente, aunque ha pasado por momentos duros, se cierra con la seguridad de haber sido vivida al máximo, tal y como tiene que ser. 

 

¿Y ahora, qué? Pues ahora estoy con muchas ganas de lo que viene, de establecerme en mi zona de confort, graduarme, comenzar a trabajar y vivir la etapa más adulta de la juventud, con el gran recuerdo de la etapa universitaria y como siempre, con la mejor de mis sonrisas, me dedicaré a construir las bases firmes sobre las que construiré mi vida profesional y familiar, y que espero disfrutaré mucho. Ojalá sea en mi querida Barcelona y al lado de mi chilena favorita. 


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