Año 7


Reflexión de un Confinamiento

Ignacio Molins


Tecleo en la madrugada de mi vigesimoprimer cumpleaños, hoy es 19 de marzo de 2020. Nos encontramos inmersos en la que posiblemente vaya a ser la crisis sanitaria, económica y social más grave jamás sufrida. Estoy hablando de la pandemia que se inició en China (o eso dicen) a finales del año 2019 y que en escasos meses ha azotado a Europa y al mundo por completo. La conocida como crisis del coronavirus, la pandemia de la enfermedad de la CoVid-19. 

 

El gobierno ha decretado el Estado de Alarma previsto en la Constitución y ha prohibido salir a la calle, un confinamiento domiciliario obligatorio, para evitar así la propagación de un virus que ya ha matado a cientos de miles e infectado a millones en todo el mundo. La pandemia ha paralizado nuestras vidas por completo. Ha parado el reloj de nuestras rutinas, de las economías y de los mercados globales. Toda actividad en colegios, universidades, instalaciones deportivas u oficinas profesionales completamente suspendidas. Plazas y calles vacías. Hoy celebraré mi cumpleaños confinado en casa con los míos, encerrado como todos los vecinos de mi calle, de mi ciudad, de mi país y de mi planeta. Hoy estamos todos igual, en todos los rincones, en todos los países, de todas las clases sociales, el virus no entiende de eso, nos ha atacado a todos por igual. 

 

Pero hay un lugar en el que no solo no se ha detenido la actividad, sino que se ha visto multiplicada exponencialmente, nuestros hospitales están desbordados por completo, totalmente saturados, los profesionales sanitarios hacen turnos eternos y no hay camas ni respiradores para tanto enfermo. Los pacientes van falleciendo a un ritmo vertiginoso y nadie sabe qué hacer. No tenemos antivirales, no tenemos vacuna, no tenemos tests para detectar los contagios, incluso las mascarillas se han agotado. Por no tener, resulta que no tenemos ni papel de váter. El abastecimiento global ha sufrido un gran terremoto y estamos completamente aturdidos. Nadie se esperaba esto. No estábamos preparados. No quisimos ver lo que hacía semanas China, o la misma Italia, aquí cerquita, nos advertían. Los creíamos a todos unos exagerados y nos creíamos intocables. Qué ingenuos hemos sido

 

Este confinamiento ha pausado por completo nuestra frenética rutina. Esta es la crisis del recogimiento, es momento para reflexionar. Reflexionar sobre nuestras decisiones, sobre nuestros actos, sobre nuestras responsabilidades como seres humanos. Reflexionar sobre la familia. Reflexionar sobre lo insignificantes y vulnerables que somos. Un bichito microscópico, invisible al ojo humano, nos ha puesto en jaque. Cuán dependientes somos de la solidaridad y de la responsabilidad del resto de conciudadanos. La especie humana está “condenada” a cooperar y a compartir si quiere prosperar. Qué rápido ha tumbado este virus todas las fronteras, muros, vallas y concertinas que nos habíamos empeñado en levantar, no ha habido aduana ni ejército que haya logrado pararlo, no ha habido ideología ni nacionalismo que haya logrado vencerlo. Esperemos que cuando esta crisis sanitaria pase seamos todos un poco más conscientes de la urgencia de ponernos manos a la obra para defender aquello por lo que tanto estamos luchando en estos meses: nuestras propias vidas. 

 

Muchas contradicciones que nos abren los ojos y resitúan nuestras prioridades. Curiosamente, es ahora cuando se nos han olvidado de golpe los nacionalismos y las banderas o los micro-machismos del lenguaje, todo ello fruto del aburrimiento institucional y social y de la poca categoría de una clase política que nos lidera sin valores y que no encuentra suelo para seguir cayendo en el ridículo más profundo. Una sociedad en la que poco antes de la llegada de esta crisis estábamos discutiendo sobre la aprobación de la ley de la eutanasia, paradójicamente, solo unas pocas horas separan los debates pro-eutanasia de los esfuerzos, me temo que poco efectivos, por salvar alguna vida en las residencias de mayores, en donde el virus más se ha cebado. La realidad nos da una lección importantísima, nuestros mayores y colectivos vulnerables son los que más riesgo corren frente a este virus tan infeccioso, juntos debemos protegerles, y así debió ser siempre. 

 

La defensa férrea de la vida y la dignidad humana consigue una vez más situarse en el centro de nuestros corazones y nuestros esfuerzos. En cuestión de días, pasamos de planificar el cómo matar al cómo salvar a aquellos que son más débiles. Una sociedad que, en nombre de la libertad, la piedad, el respeto y la tolerancia (¡incluso en nombre del amor!) comete auténticas barbaridades. Ningún enfermo que sufre, lo suficiente como para desear su propia muerte, está en condiciones de tomar una decisión tan transcendental, sin duda la más importante que va a tomar en toda su vida. Demuestra no poseer la plena libertad para hacerlo, coartado por su propia situación de sufrimiento, pues toda decisión libre solamente puede conducir a un escenario en el que poder seguir tomando más decisiones, no es coherente que una decisión libre te lleve a la autodestrucción. Es por ello por lo que creo que ningún individuo debería tener la capacidad legal de atentar contra su propia vida, y mucho menos de exigir el derecho a que sea el Estado quien financie y lleve a cabo dicho cometido. Lo que sí podemos exigir es que el Estado lleve a cabo las medidas necesarias para reducir la tendencia suicida de sus ciudadanos, y creo que ésta debería ser la prioridad número uno de las sociedades del primer mundo, pues los datos preocupan y mucho. Sin duda, para los casos a los que se refiere la eutanasia, la solución pasa por el acompañamiento y por cuidados paliativos de calidad.

 

Resulta absurdo que los mismos paternalistas que nos obligan a llevar cinturón en coche, o casco en la moto, se les olvide protegernos de nosotros mismos cuando estamos en la más profunda de las depresiones, la necesaria como para querer morir. Estoy convencido que ningún enfermo elegiría el suicidio asistido si se le garantiza el acompañamiento, unos cuidados paliativos de calidad y el asesoramiento psicológico idóneo. La solución que propongo es mucho más humana, más coherente, y garantiza que los médicos puedan seguir cumpliendo su juramento hipocrático.

 

Me entristece mucho leer estudios en los que la eutanasia se aplica por una falta de inversión en cuidados paliativos, ¡qué gran error de concepto! Me entristece ver que muchas personas pueden recurrir al suicidio asistido por sentirse solas, por no tener a nadie que las acompañe en su sufrimiento. Me duele profundamente el contravalor que se abre paso en nuestra sociedad, que un argumento para aceptar la eutanasia sea que el enfermo o el anciano se pueda sentir una carga para los suyos, que sienta que no pertenece a la sociedad, que ya no tiene un propósito, que no tiene sentido de existencia. Cada vez está más presente y cala más en las personad el planteamiento de: “el día en el que no me valga por mí solo o pueda ser una carga para los míos, ya sea por enfermedad, accidente o vejez, prefiero no estorbar y que me quiten de en medio”. Y este argumento parece contener el convencimiento de ser una actitud valiente, heroica o generosa. Que el exigir a los tuyos que te acompañen, que te cuiden, que te ayuden y que compartan contigo tu sufrimiento es algo de egoístas. ¡Qué poco valor le damos al sufrimiento y qué poco lo entendemos! Que los tuyos puedan estar lo más cerca de ti en los momentos más duros es el mejor regalo que puedes hacerles, el regalo de darles la oportunidad de que te puedan amar. Todo sufrimiento es semilla de muestras de amor y de compasión, y de eso vive nuestra felicidad personal. 

 

Una sociedad que no sabe colocar al enfermo en el centro de sus corazones es una sociedad que no sabe amar, es una sociedad enferma. Una sociedad que no valora y escucha a sus ancianos, es una sociedad egoísta que difícilmente va a prosperar. Son signos de una sociedad inmadura. Una sociedad que vive de espaldas al sufrimiento, como si la vida fuera una lotería, en la que cruzamos los dedos para que no sea a mí a quién le toque sufrir, o que por lo menos dure lo máximo posible sin que me ocurran desgracias… y el día que te toca, ¡porque a todos nos toca! pues se acabó todo… qué pena, me ha tocado, se me ha acabado la suerte. Qué sociedad más simplista, qué sociedad más superficial, qué sociedad más pobre, y qué sociedad más estúpida. ¿Cómo puede ser que estemos educando a nuestros jóvenes como a niños pequeños?, en un carpe diem absurdo, disfruta mientras puedas, busca el placer instantáneo, no pierdas el tiempo reflexionando, y si llegan momentos duros, mala suerte, pero tú ahora no pierdas el tiempo pensando en ello, haz como que el sufrimiento no existe, no vaya a ser que lo invoques… ¡Cuánta ignorancia!

 

No nos damos cuenta, pero esta manera de pensar primermundista en la que asociamos necesariamente nuestra felicidad a nuestras gracias o desgracias es muy limitada. Es evidente que nuestras circunstancias afectan considerablemente a nuestro bienestar y con ello a nuestra felicidad. Pero nuestra felicidad depende infinitamente más de nuestra capacidad de amar y ser amado que no de nuestro propio bienestar. Si en una situación desfavorable desarrollamos la capacidad de seguir amándonos a nosotros mismos, de seguir amando a los demás, de dejarnos amar por ellos; pero, sobre todo, que es quizás lo más difícil, si en situaciones límite somos capaces de seguir mostrando amor por nuestras propias vidas y por el devenir que nos ha tocado vivir, eso transforma por completo nuestra percepción, nos hace invencibles. Personas invencibles que inspiran a todos a hacer grandes cosas, eso es superación personal y estamos muy necesitados de ella hoy en día.

 

En los momentos buenos, donde hay salud y bienestar, cuando somos jóvenes y nos creemos imbatibles, es ahí cuando debemos, a parte disfrutar intensamente, por supuesto, también debemos ser listos, ser maduros y aprovechar esos momentos para preparar nuestros corazones, cabeza, espíritu y alma. Para que cuando llegue el momento de estar mal -que siempre llega de una manera u otra- entonces estemos preparados para sobreponernos, para superar el trance, y para amar a todos los que te ayuden, y dejar que ellos te amen de vuelta. Esto es lo verdaderamente heroico y generoso: el tener fe en la vida y fortaleza para sobreponerse y ser felices.


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